La bolera estaba de nuevo dispuesta para el juego. El zumbido del helicóptero se alejaba en la distancia. El árbitro había recuperado su postura natural. Desde el tiro, el jugador le gritó
_ ¿qué hago ahora?. ¿Repito la tirada?
El colegiado abandonó por un instante su realidad alternativa. Y con cara de sorpresa, le indicó que birlara las bolas que aguardaban en el birle.
Entre gestos de desacuerdo, Daniel se dirigió al birle. Al cruzarse a la altura de la caja, vio como su compañero de tirada indicaba, con buen criterio al árbitro, que había tres bolas en el birle. El colegiado, un poco harto de que interrumpieran sus pensamientos, le indicó con su dedo índice en los labios que se callara. Él era la autoridad y ya estaban empezando a hincharle las narices. Y en efecto, había tres bolas en el birle. Las dos correctamente lanzadas y la que impactó en la cabeza de la pucelana, que había sido desplazada hasta el birle por algún miembro de la organización cuando recogían las hojas. Nuestro protagonista, consciente de la situación, atravesó con la mirada a su acompañante de concurso, pero no dijo nada.
_¡Dos de tiro!, cantó el pinche.
El jugador tenía dos buenos birles. La tercera bola, aún manchada de sangre, había quedado al medio. Tampoco es cuestión de quejarse, pensó. Trató de volver a centrarse en la jugada. Recordó los consejos de su psicólogo. Ejecutó mecánicamente las rutinas que tantas veces habían entrenado juntos. Se colocó detrás de la bola, visualizó los cinco bolos en el suelo, se agachó a por ella, la acarició, observó las marcas de la escofina y se dispuso a ejecutar el birle.
_¡Tres!, cantó el pinche, mientras corría todo lo que daban sus envejecidas piernas para buscar el primer bolo que había salido disparado hasta los 18 metros.
Sus 72 años no eran la edad más indicada para seguir armando bolos, pero no tenía relevo. 58 años en los bolos eran ya demasiados. Cada año que pasaba era el último y así habían transcurrido los últimos 30. Pero siempre lo requerían para los grandes campeonatos. No podía negarse. Si lo hacía, soportaría sobre sus espaldas la culpa de haber acabado con los bolos. Y eso lo mataría. Era el último pinche. Su responsabilidad era enorme. Ya eran cinco los años en los que los horarios de los partidos de liga los decidía él, allá por el mes de diciembre.
Los nueve partidos de cada jornada debían disputarse de manera escalonada para que le diera tiempo a llegar a las boleras. Dos los viernes, tres los sábados y cuatro los domingos. Cualquier cambio de fecha u hora debía ser autorizado por él. Su cargo de Presidente de la Asociación de Peñas le permitía coordinar mejor los horarios y los calendarios.
Armó con decisión el primero de los bolos de la calle de fuera, después de haber limpiado la estaca con el pie. Aún se estaba acostumbrando a los bolos de 375 gramos que se habían marcado como reglamentarios tres temporadas atrás, todos del mismo peso, fabricados por el patrocinador de la Liga Mixta de División de Honor. Pioneros en el descubrimiento de materiales para la industria de turismo aeroespacial. Los bolos les habían servido de campo de pruebas perfecto para los materiales que se habían empleado en la fabricación del Titán V. Tras las cuatro implosiones catastróficas anteriores, los accionistas de Ocean Gate habían escogido a la empresa Cántabra como proveedores.
La resistencia, rigidez y ligereza del material con el que se fabricaban los bolos lo convertían en ideal para tratar de establecer una ruta regular y comercial hasta el lugar de descanso del Titanic. Los fracasos de intentos anteriores no habían desanimado a los millonarios ávidos de experiencias que dieran sentido a sus aburridas vidas.
Una vez armado de nuevo el primero, el jugador ejecutó con precisión sus rutinas. Otra vez acarició con mimo la bola tras haber visualizado la jugada en su cabeza. Con la suavidad habitual, ejecutó su preciso birle.
_¡Cinco!, atronó de nuevo el presidente de la Asociación de Peñas.
El primer bolo de la calle de fuera se había quedado atrás. Segundo y tercero salieron despedidos de su estaca. Le costaba acostumbrarse a que los bolos, debido a su ligereza, se distanciaran tanto de la caja. Los kilómetros recorridos se habían multiplicado. Incluso en las habituales bolas de ocho de birle, alguno de los bolos acababa a la altura del tiro de diez metros. Maldita tecnología. Bien podían haber inventado la manera de que los bolos se plantaran solos, pero no.
Y ahí seguía él, al pie del cañón, maldiciendo a los tacaños de siempre que, con un Bizum de 1.20€, tres meses más tarde, recompensaban su labor. Los rancios de siempre no se habían corregido con las nuevas tecnologías. Al menos se había salvado de contar los montones de céntimos que arrojaban con desdén en la caja de farias. Desde que prohibieron el tabaco y el dinero en efectivo se había ahorrado mucho trabajo.
Se disponía el jugador a recoger la bola ensangrentada. Cuando el árbitro auxiliar, que hacía garabatos en una hoja de papel en la mesa de control, trajo de vuelta a su compañero del cutío al mundo de los vivos.
_¡Esa bola no la puede birlar, echó un caballo! Así que ya ha completado la tirada.
El pinche fijó su mirada en el colegiado, que sin descruzar las manos de la espalda, asintió con un gesto de su cabeza.
_¡Cinco total!, gritó el pinche.
El jugador, perfecto conocedor de la realidad, no disimuló su enfado. Mientras procedía a sentarse en su silla, hizo un completo repaso al Santoral cristiano. Entre tanto, desde la mesa, uno de los árbitros auxiliares resumía por megafonía.
_Daniel Soler, cinco, en la sexta tirada, 92.
Daniel, sentado bajo la sombrilla y desoyendo las pautas de su psicólogo, comenzó a hacer un resumen de cómo había llegado hasta allí. Era consciente de que su participación en el campeonato regional número 100 había finalizado. Como en sus participaciones anteriores, el cajón más alto del podio se le resistía.
Continuará…