Un bolo torcido, una palmadita sútil y un postureo infinito
El dinero fluía con alegría, tanto por parte de la iniciativa privada como por parte de las instituciones, que disfrutaban de una liga mixta y paritaria que era la envidia de todos los deportes y del resto de estados federales de la República.
Los bolos y los gobernantes cántabros eran la envidia del mundo. Ningún otro deporte a nivel planetario ni ningún otro estado había alcanzado cotas tan altas. El primer y único deporte del mundo en completar con éxito la participación igualitaria de hombres y mujeres. Pero, fieles a su carácter ambicioso y perfeccionista, querían llegar aún más lejos. La igualdad debía ser total y perfecta.
En la cabeza de Felipe y Martina bullía un plan que devolvería a los bolos a las aperturas de todos los noticieros mundiales. Los bolos cántabros volverían a ser trending topic. A Daniel le habían llegado rumores y la idea le desagradaba. Todo su plan de preparación física y mental se iría al garete. Todo su esfuerzo por alzarse con la corona legendaria no habría servido de nada.
Pero poco podía hacer ahora. Si alzaba la voz contra aquel plan, corría el riesgo de ser condenado a lapidación pública. Y no era la visión de aquella horrible muerte lo que más le atormentaba. De nuevo era su convencimiento de que con su último aliento, morirían también los bolos.
Los gobernantes apoyaban sin dudarlo el brillante plan de Felipe y Martina. Aquella genial idea era la salvación que los bolos necesitaban. Ya no quedaban díscolos con la igualdad. Nadie se atrevería a decir ni una sola palabra en contra. La disidencia había sido eliminada. La sociedad, fiel a su filosofía de rebaño manso, aceptaría y celebraría la medida. Era una idea tan brillante como sencilla.
Hombres y mujeres participaban por igual en todas las competiciones gracias a los cupos legales impuestos. Pero aún faltaba un detalle. Las distancias desde las que lanzaban no eran las mismas.
Las mujeres habían demostrado de sobra su capacidad para derribar tantos o más bolos que los hombres, en la misma bolera y en las mismas condiciones. Pero para refutar esa igualdad, faltaba igualar el tema de las distancias. Las mujeres llevaban años practicando su juego desde unos metros que eran la mitad de los de los hombres. Ese era el detalle que faltaba para culminar la igualdad: eliminar la diferencia de metros. No podía ser que los hombres tiraran de 18 m y las mujeres de 10 m.
Y tras una cena, con abundante alcohol, después de la presentación de la liga de máxima y una categoría, a eso de las dos de la madrugada ,Felipe y Martina gritaron ¡Eureka! Fuera los veinte metros. Y los 19 y los 18…el tiro máximo será de once metros. Todos y todas iguales. Abajo la supremacía machista. Se acabó con eso de tirar desde distintas distancias.
La pareja formada por Felipe y Martina comunicaron el plan a las autoridades deportivas, que recibieron con alborozo la medida. Era perfecto ¿por que no se les había ocurrido a ellos antes? Felipe y Martina se pusieron manos a la obra con sus respectivas asambleas soberanas para aprobar de inmediato la medida. Y que ésta surtiera efecto inmediato para la temporada 2041.
No encontraron resistencia. El gobierno había asegurado que concedería una ayuda especial de 454.000 euros a cada una de las dos instituciones si se aprobaba la medida. Felipe y Martina empezaron sus discursos con ese anuncio ante sus asambleas:
«Tengo el orgullo de anunciar que el año que viene recibiremos una subvención extraordinaria de 454.000 euros si…»
En ese momento los sentidos de los asambleístas se desconectaban de la realidad. Se veían nadando en un mar de dinero público. Volvían del chapuzón justo a tiempo para romper en aplausos cuando cada uno de los presidentes preguntaba:
‘¿Se aprueba la medida?¿Votos a favor?»
Unanimidad y ovación. Si los toros no hubiesen desaparecido 12 años antes el símil sería: dos orejas, el rabo y puerta grande.
La gente de bolos normal anteponía lo económico a cualquier otro aspecto. Llevaban todo el siglo haciéndolo. Así se hizo toda la vida. Desde que les desvelaron el secreto del éxito: los bolos deben convertirse en deporte. Cualquier rastro de juego de aldea tradicional debe desaparecer. Esa fue la consigna que se marcaron Francisco Dimas y su equipo. La gente de bolos normal aún derrama alguna lágrima cuando recuerda todas y cada una de sus aportaciones en ese sentido.
El clímax se alcanzó en 2005. Coincidiendo con el 250 aniversario de la concesión del título de ciudad a la capital de la región, Santander. El entonces alcalde y sus concejales tiraron la casa por la ventana. La cúpula del partido recordó a todos sus alcaldes quien los había puesto allí. Ellos no defraudaron y acudieron prestos a la llamada de sus amos. Aquel día se fletaron autobuses de todos los rincones de la Cantabria infinita. Las entradas gratis aparecían hasta debajo de las piedras gracias a la generosidad del consistorio santanderino.
Entre el equipo organizador se sucedían las apuestas sobre a qué hora debían cerrar las puertas del recinto para no sobrepasar los 6.288 espectadores del aforo máximo permitido. A las 18 horas y 27 minutos se produjo el esperado lleno. No cabía un alfiler. Fue el primer y último lleno en un evento deportivo del nuevo y flamante Palacio de los Deportes de Santander. Y lo habían logrado los bolos. En el pecho de los responsables no cabía más aire. Recibieron, hinchados, las felicitaciones de los políticos por aquella foto irrepetible. Solo ellos estaban llamados a lograr aquella hazaña. Habían marcado un hito en la historia Bolística. Nadie podría superar aquel momento.
Daniel y Felipe llevaban allí desde las tres de la tarde. Se sentían dos enanos entre aquella inmensa multitud. Dos gotas de agua. Su amistad venía de muy atrás. Desde muy jóvenes habían compartido su adolescencia en el club privado al que pertenecían Compartían, además de su pasión por los bolos, unas grandes dotes para atraer a la gente. Entre sus iguales eran dos referentes. Por eso tenían tanto éxito las competiciones bolísticas que organizaban para la joven élite Santanderina. Había lista de espera para participar en aquellos torneos veraniegos que finalizaban a altas horas de la madrugada.
Felipe y Daniel eran los reyes de la fiesta y los finalistas seguros del torneo. Sus horas de dedicación a aquel deporte les proporcionaban una enorme ventaja sobre el resto. Los demás preferían pasar las horas muertas entre partido y partido de tenis en la piscina del club. Allí, el personal a su servicio, satisfacía todas sus necesidades cada vez que chasqueaban los dedos. Felipe y Daniel preferían la bolera a la piscina o a la pista de tenis. No estaban especialmente dotados para el noble deporte de la raqueta y su afinidad con el líquido elemento se limitaba a los litros de agua que bebían mientras estaban entrenando. Contaban además, con un botones del club a su servicio.
Él les pinaba los bolos y cuidaba de que no les faltara de nada. Agua, toallas, una tumbona en la que se relajaban entre tirada y tirada. Tan solo el trasiego del personal del club les molestaba de vez en cuando. Sobre todo a media tarde, cuando a alguno de sus innumerables amigos se le abría el apetito. Entonces, cada uno de los botones del club debía recorrer el camino que unía la piscina con las cocinas. La procesión de los asistentes de la élite santanderina interrumpía levemente el entrenamiento de los dos amigos. Era en ese momento cuando sus estómagos les recordaban que había que merendar. Su botones particular, con gran respeto, enumeraba los platos que el personal de cocina había elaborado aquel día. Daniel y Felipe escogían a su antojo. El botones, después de anotar la comanda, se dirigía presto a cocinas. Le gustaba aquel trabajo. Sobre todo las propinas que, sabedores de la importancia de tratar bien al servicio, los socios del club ponían en sus manos.
Él era plenamente consciente de la distancia que lo separaba de los señores socios. Por eso debía estar atento. Para no caer en el error de eliminar mentalmente aquel abismo que lo separaba cuando los jóvenes socios, fieles a la recomendaciones de sus respetadas familias, mostraban públicamente muestras de supuesto afecto hacia el personal. No le resultaba difícil, puesto que a la inmensa mayoría le era imposible disimular su arrogancia y su altivez. Eran todos tan artificiales… Pero con Daniel y Felipe le era mucho más complicado. Su gracias Bertín sonaba tan sincero… O cuando le ayudaban a vaciar la carga de la bandeja, parecía que lo hacían de verdad. Incluso la palmada en la espalda con la que acompañaban la entrega del billete de 50 euros le resultaba tan real. Pero Berto era consciente de que debía mantener los pies en el suelo. Les separaban muchos escalones en la pirámide social. No podía cometer el mismo error que había visto tantas veces en otros botones del club. Habían olvidado su posición en el escalafón y se tomaban la libertad de confraternizar con la élite.
Tú estás aquí para acatar, obedecer, escuchar y servir, les decía el gerente cuando eran llamados a su despacho para recibir la carta de despido.