Un verdugo camuflado, un líder ausente y una partida pendiente

(… Venimos de aquí)

El propio Daniel había participado como lapidador en varias ocasiones. Se habían habilitado registros de voluntarios, con el único requisito de ser mayor de edad. En cada lapidación se elegían por sorteo, dentro del entorno cultural y social del reo, los lapidadores. El ritual consistía en el lanzamiento de piedras durante siete minutos contra el acusado atado de pies y manos y encapuchado. Veinte afortunados participaban en el acto. Si conseguía sobrevivir, al condenado se le concedía la libertad automáticamente. Pocos elegidos lo habían logrado. Eso sí, disfrutaban además de veinticuatro meses de prestación por desempleo. Los lapidadores voluntarios, por su parte, recibían veinte euros y un bocadillo.

La pena surtió el efecto deseado. El hecho de que participaran voluntarios logró que asimilaran las posibles consecuencias de sus hechos. Los delitos se redujeron considerablemente. Salvo en el ámbito político en los que la pena no era aplicable. Los conseguidores del bien común y del progreso no podían ver coartada su libertad de acción por el miedo a ser lapidados. Era imprescindible que mantuvieran su libertad de acción para conseguir la tan ansiada justicia social.

Daniel repasó brevemente las lapidaciones en las que había participado. Los condenados era todos aquellos que, desconociendo los entresijos de la categoría femenina, habían osado hablar de ella. Su pecado, hablar de una categoría ultra protegida, inmovilista y subvencionada. Su castigo, la muerte. Daniel coincidía en su interior con muchos de los planteamientos de aquellos incendiarios. Por ello, le costó tanto reunir la saña suficiente para que sus piedras dañaran la integridad de los condenados.

Siempre se colocaba el primero. Por un lado, mostraba públicamente su ansia por ejecutar la condena. Por otro, se aseguraba de tener al alcance las piedras más pequeñas, que eran las que menor daño causaban. Una vez dada la señal por el verdugo, escogía bien los proyectiles. Armaba el brazo atrás con violencia y, en el último instante, lo frenaba y tiraba para atrás con un sutil movimiento de muñeca. Lo había repetido tantas veces, que casi era mecánico. Al medio y al pulgar, su fuerte. Apuntaba con precisión a los pies del condenado. Maldecía con vehemencia cada vez que acertaba su objetivo. Debía dejar claro al verdugo que su intención era la cabeza del reo. No fueran a sospechar que sus pensamientos estaban en la línea del ejecutado. Era consciente que cuando él desapareciera, los bolos desaparecerían con él como lágrimas en la lluvia. Su vida no le importaba lo más mínimo, pero no podía pasar a la historia como el responsable de la puntilla final al deporte vernáculo.

Por eso aguantaba. Por la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros. Ya había estado a punto de ocurrir otras veces. Hace ya 30 años, cuando encabezó, desde la sombra, aquel levantamiento contra el dictador nacional y sus secuaces. Había movido los hilos con maestría. La vida le había dado el don de saber siempre lo que la gente quería. Al que quería poder, le daba poder. Vió las piezas sobre el tablero y enseguida diseñó la estrategia. Su amistad con el consejero de turno, propició el resto.

Hizo valer en su favor el aldeanismo reinante en los bolos, bajo el lema: los bolos son cántabros para lograr su objetivo: estar un año más entre los grandes. Él lo merecía. No por calidad de juego. Pero a esfuerzo, dedicación y ganas no le ganaba nadie. Los bolos eran él y tres más. No podía permitir que una banda de desarrapados le quitaran su lugar entre la élite.

Dos años después de aquello se dió finalmente cuenta de que su lugar no estaba entre los grandes. Los dioses no le habían dado las cualidades técnicas para ello. Hizo la maleta y desapareció. Y ahí se quedaron los demás, solitarios, huérfanos y cabizbajos por la falta de líder. A duras penas se repusieron y deshicieron el embolado. Pero la ausencia de un guía que los condujera dejó a aquella gente de bolos totalmente perdida y desorientada. La desaparición del autor intelectual en la sombra no se la esperaba nadie.

Una vez recompuestos de la sorpresa inicial, tiraron hacia adelante como habían aprendido de él: los bolos son cántabros y serán lo que los cántabros decidan. Adaptaron la máxima, toda vez que los bolos ya habían reducido su ámbito de actuación a una zona muy concreta de Cantabria. Ya no era necesario resaltar su cantabricidad. Como su gurú habría querido ahora los bolos eran la élite y serán lo que la élite decida.

Y, con ese nuevo lema por bandera, se sucedieron los acontecimientos. Se acometieron las reformas que mejoraban el estatus de los bolos (la élite) y se condenó a los disidentes, que abanderaban la recuperación del juego de sus antepasados.

Daniel lo vivió desde la distancia. Era de los que pensaban que la supervivencia de los bolos pasaba por el fortalecimiento de la élite. Y que ese apuntalamiento de la élite se distribuiría hacia abajo por la pirámide de las categorías, como se filtra el agua de lluvia hacia los torrentes subterráneos. Estaba clarísimo.

Con lo que no contaba Daniel era con que sus fieles convertirían la élite en una capa impermeable que apenas dejaba pasar una gota. Daniel aplaudió la idea de aumentar equipos arriba. Eso significaba una élite más fuerte. Él habría hecho lo mismo. Igual que cuando provocó la expulsión de los débiles equipos de fuera de Cantabria. Él y su peña construida, con tesón y talonario, en torno a él, contaban con muchos más méritos para estar entre los grandes. Hizo valer el aldeanismo de sus leales seguidores. No le costó mucho convencerles de que los extranjeros no merecían estar en la élite. Y que más equipos cántabros era mejor para la competición.

La afición del Presidente Nacional a los viajes con gastos pagados y a las dietas le facilitó mucho la tarea. Fue demasiado fácil. Además aún resonaba entre sus seguidores la sentencia que su maestro dictó en una Asamblea Nacional: el que a hierro mata a hierro muere. Su referente espiritual había señalado el camino él solo tenía que comandar al resto.

Pero aquel golpe de timón no había resultado de su agrado. La expulsión de los foráneos puso aún más de manifiesto su déficit de calidad. Harto de ser el centro de todas las miradas y de que ni siquiera, a golpe de talonario, las figuras quisieran formar parte de un proyecto en el que él era presidente, jugador y capitán decidió marcharse.

Y se marchó… y a su barco le llamó libertad…

La empalagosa voz de José Luis Perales le acompañó mientras cerraba los últimos flecos de su precipitada partida hacia el sur.

_ Volveré_

murmuró.

_Ocuparé el lugar que me merezco en el Olimpo bolístico.

 

 _ Eva Vallejo veintitrés, totaliza en este concurso de cuartos de final ciento setenta y dos. Que sumados a los 303 bolos de concursos anteriores hacen un total de cuatrocientos setenta y cinco bolos.

La clasificación es la siguiente:

  • Eva Vallejo 475 bolos
  •  Roberto Noriega 472
  •  Mar Escalante cuatrocientos setenta y un bolos
  •  Abril Llorente cuatrocientos sesenta y nueve bolos
  •  Teresa Carrasco 466 bolos
  •  Daniel Soler 440 bolos

 

A continuación efectuarán sus tiradas Óscar Medrano, que cuenta con 309 bolos y Ángela González que cuenta con 317 bolos.

La letanía del árbitro auxiliar sacó a Daniel de sus recuerdos. Apuró el calimocho de un sorbo y volvió al bar a por otro. De camino reventó el vaso con rabia contra un árbol cercano:

¿Cuándo me van a devolver los bolos todo lo que me deben?

Capítulo 1: El Campeonato número 100

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