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Una Asamblea incendiaria, el regreso del Líder y un cobarde en una ventana

Noventa y dos bolos en seis tiradas. la renta que tanto le había costado alcanzar se había esfumado. De nada le habían servido los 67 bolos a raya alta, con lo peligrosa que estaba la bolera. De nada, tampoco los 14 bolos que había birlado en la quinta mano, después de subir tan solo 6 con bastante mala suerte. Aquellos dos estúpidos ignorantes habían arruinado, otra vez, su participación en el campeonato. Con 71 años pocas oportunidades le quedaban.

Se conservaba bien. Pero si quería seguir jugando a los bolos federados, no le quedaba otra que resistir en la única y máxima categoría. No había más. Los veteranos, hartos de financiar el chiringuito financiero acabaron repartidos entre las 17 ligas de aficionados. La entrada de las mujeres en la élite parecía ser el revulsivo que los bolos necesitaban. Pero la fiebre apenas duró unos años. En la categoría femenina tampoco había recambio. Tras sus primeros 25 años de historia la categoría se mantenía estancada. Cincuenta y tres licencias de media. Las 14 elegidas que se repartían los triunfos temporada tras temporada construyeron un techo de cristal blindado que el resto se cansó de tratar de destruir.

Desoyeron las voces que la recomendaban hacer dos categorías. El motivo era de peso: esos bocazas hablaban sin saber, no conocían la categoría. Su veto a la medida era apoyado por los sabios bolísticos y por algunos presidentes con mucho peso en los bolos. Al final ocurrió lo inevitable. Apenas 20 jugadoras optaron por seguir compitiendo de manera oficial. El resto se hartó de ser comparsa de las divas y organizó su propia liga de aficionadas, a su aire. Tras dos años de una  liga oficial ridícula a cuatro vueltas entre otros tantos equipos se fusionaron las categorías femenina y masculina de primera. Los circuitos y campeonatos se convirtieron en mixtos. Los políticos, satisfechos por lograr la tan democrática y progresista igualdad, marcaron los criterios de clasificación para garantizar la paridad.

Y allí estaba él de nuevo. El gran Daniel Soler. Siete subcampeonatos regionales seguidos le avalaban desde su debut en la máxima categoría, hace apenas una década. Siempre fue un jugador potable en tercera y del furgón de cola en segunda.  Además había ganado un puñado de concursos con solera. Pero los cambiaría todos por un título de campeón. Los bolos se lo debían. Era el prototipo de triunfador. Nunca destacó en categorías menores. Pasó, sin pena ni gloria, por todas las categorías ya desaparecidas. Había ganado Ligas, vencido en promociones de ascenso y descenso, nunca ganó un torneo de Copa.  Pero él quería ser campeón regional. No había manera. Y quizás aquella había sido la última oportunidad. Nadie garantizaba, después de lo accidentado de la competición, que al año siguiente se celebrase otro campeonato.

Los intentos de relanzar el Bolo Palma no habían funcionado. Ni la genial idea de aumentar los equipos de División de Honor. Ni la fusión de las categorías femenina y masculina. Ni siquiera, aquel primer campeonato de máxima y única categoría parecía que iba a funcionar. Nadie entendía por qué las decisiones de aquel comité de sabios, de gente de bolos normal, no habían funcionado. Pero si entre todos habían cribado canteras enteras de arena. Aquello debía ser un mal sueño.

_ Daniel espabila.

Su compañero de tirada le sacó de sus pensamientos. Ya se encontraba en el birle. Daniel se levantó con desgana, tiró la toalla sobre la silla y arrastró los pies hasta la zona de tiro. Allí le esperaban en los 18 metros las tres bolas, colocadas por algún miembro de la organización.

Olvidando todo lo aprendido con su psicólogo, volvió a dar vueltas en su interior a lo que estaba pasando.  No entendía que aquel Sanedrín formado por los mejores cribadores de arena y por varios de los más laureados presidentes de la Asociación de Peñas hubiese fallado en el diagnóstico del problema y en las soluciones propuestas. Nadie sabía más de bolos que ellos. Y, sin embargo, parecía que lo único que habían logrado era acelerar la desaparición de los bolos. Maldita casualidad.

Con la perspectiva que da el tiempo, todos habían aceptado que la reestructuración, aprobada 18 años antes, no había sido una mala idea. Simplemente había llegado tarde. Quizá también, la medida adoptada por la nueva asamblea de 2024, de prohibir a los promotores de aquella reestructuración, la práctica federada del bolo palma había sido exagerada. Pero en aquel momento era de cajón. Aquella panda de tarados debía ser expulsada de los bolos. Las cosas había que hacerlas como toda la vida. Tamaña aberración no podía quedar sin castigo. Y les castigaron por unanimidad. La Asamblea es soberana. Con ellos expulsados de por vida, las peñas que gestionaban también desaparecieron. El tiempo había demostrado que era la mejor reestructuración que se podía plantear. También los años habían dejado claro que expulsarlos fue un error. Al menos no prosperó la medida de lapidarlos públicamente antes de la Final del Campeonato de España. La rápida intervención de la directora general de Deportes evitó el derramamiento de sangre. Consiguió que la propuesta se retirara del Orden del día asambleario pocos minutos antes de comenzar el concilio.

_ Roberto Noriega 22, en  la séptima mano 147. 

La megafonía lo sacó de su ensoñación.  Daniel ejecutó con solvencia su tirada. 21 bolos sumados a su casillero para obtener un parcial de 113. Hace años habría sido un buen registro en siete manos. 

Ahora las medias de ciento cincuenta eran la tónica. Con el progresivo descenso en el peso de los bolos y el estrechamiento de la distancia entre estacas aprobado en 2031, los 120 de toda la vida, se habían convertido en un un mal concurso. Todo en aras del espectáculo. Era de sobra aceptado que más era mejor y al público había que darle más bolos en cada concurso. De nuevo por alguna extraña razón la medida no había funcionado. Con toda la desgana del mundo se sentó de nuevo en la silla del birle a dejarse envolver por sus pensamientos.

Daniel repasó mentalmente las medidas adoptadas por el Senado Bolístico. Sus miembros eran escogidos por aclamación debido a su sabiduría bolística, o en función de las toneladas de arena cribadas, o por las horas dedicadas a gestionar las grandes peñas.  Su palabra era doctrina y todo el mundo, salvo cuatro tarados,  acataban obedientemente sus decisiones.

Él había dudado muchas veces de la validez de las medidas. Pero quizás, como tantos otros, lo había hecho en la intimidad de sus pensamientos. Dado su estatus de influencer bolístico, no podía disentir en público. Mucho menos apoyar a los tarados, aunque algo le decía en su interior que tenían razón. Si no apoyaba a la mayoría se jugaba mucho. Podía perder a sus incondicionales, que jaleaban sus intervenciones en redes sociales. Podía perder su estatus que tanto trabajo le había costado alcanzar. La conciencia tranquila no le preocupaba. 

Con la ayuda de su psicólogo personal, disponía de unas pastillas cojonudas para dormir. En media hora se quedaba profundamente dormido. Con un sueño químico  garantizado de 8 horas, era mucho más sencillo sobrellevar ese dilema interno.

El Senado bolístico se había reunido en varias ocasiones para regir los designios de la Federación. Después de cada reunión en el local habitual, comunicaban a los asistentes sus decisiones.  Estas eran acogidas entre aplausos y lágrimas en ocasiones. Eran decisiones de calado. Decisiones de esas que cuando las escuchas, enseguida imaginas su éxito. Dos de ellas, sobre todo, fueron recibidas con gran entusiasmo por la gente de bolos normal:

La primera cuando decidieron retirar la licencia federativa a todos los disidentes. Cogieron el vídeo de la Asamblea del 2 de octubre de 2022, y a todos los que votaron a favor de la reestructuración, se les vetó el acceso a la actividad federada.  Incluido al tarado mayor. Aquel incendiario que disfrutaba del espectáculo que había organizado, desde el exterior de la sala, por una ventana abierta.  Al histórico portavoz del grupo de sabios le temblaba la voz de la emoción cuando realizó el anuncio. No era para menos. la guerra iniciada 15 años atrás parecía que llegaba a su fin. La afrenta que supuso aquella reestructuración fue enorme. A él nadie le llevaba la contraria. Era el que más sabía de bolos. Gobernaba sus dominios con mano de hierro. Él había formado aquella candidatura. Le pertenecía, era suya. No soportaba la traición. 

El calentón del dos de octubre le llevó a abandonar la Asamblea. Sus más fieles súbditos le siguieron. Había mucho en juego. Él disponía del poder para fichar prácticamente a quien quisiera. Vestir la camiseta de su peña era un sueño para muchos. Si tenías un hijo joven destacando, tu mejor salida era apoyar sus caprichos. Si querías que te cediera algún chaval para disputar la Liga, debías acatar sus órdenes. Y si tus aspiraciones eran llenar la bolera en pretemporada, él acudía al rescate, garantizando la presencia de su laureada escuadra en tu humilde corro. Él era así, bueno y misericordioso. Conocedor de su poder, lo ejercía con la autoridad que los años de gestor empresarial le habían proporcionado. Palo y zanahoria, su método preferido. Pero sobre todo palo, que la zanahoria en exceso tampoco era buena para el asno.

Por eso montó en cólera cuando aquellos  tarados,  insensibles al palo, sacaron adelante su propuesta de reestructuración con el apoyo del colectivo arbitral. Y aunque sus primeros arranques de cólera no surtieron efecto, supo esperar en la soledad de su despacho. Su momento llegaría tarde o temprano.

Y llegó. Por ello la emoción. Por ello la voz temblorosa cuando anunciaba a todos los presentes la decisión adoptada por el bien de los bolos: expulsar de la familia bolística a todos aquellos que, con su voto, habían demostrado que remaban en dirección contraria a la suya.  Y, sobre todo, al incendiario que desde la ventana contemplaba el éxito de su obra.

Capítulo 1: El Campeonato número 100

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