Como decíamos ayer, o antes de ayer o la semana pasada, la maquinaria se ha puesto en marcha y ha designado a la persona que tendrá el orgullo de acompañar a nuestro juego en su último paseo.
Tras las plegarias y rogativas de rigor, procederá con diligencia y profesionalidad a cerrar el nicho a la espera de que los responsables elijan la lápida y el epitafio adecuado. El séquito que acompañará al cadáver será pequeño, pero seguro que en sus mentes rondará la idea de que parte de esa muerte es responsabilidad suya.
El enterrador, muy profesional y consciente de lo complicado de la escena, se acercará con sigilo a su empleador y solicitará el abono de sus servicios. ¿qué hay de lo mío? Una mirada inquisidora le obligará a volver a su sitio natural: el segundo plano. Duda de lo adecuado de inmortalizar el momento con un selfie. Al final descarta la idea. Aquella gente parece triste de verdad e igual les molesta que se capture ese maldito instante
El de enterrador es un empleo temporal, a la espera de alcanzar el sillón que le corresponde por méritos propios. Aceptar el puesto ha sido vital para el éxito de un plan más grande. Ha desempeñado su trabajo a la perfección y ha seguido al pie de la letra las indicaciones de los que le han colocado allí. Ya sabía que otros que optaron por pensar y querer desarrollar su propio proyecto habían sido defenestrados antes que él.
Pero volvamos al séquito que acompaña al difunto. Todos se preguntan cómo pudo ocurrir. Los bolos gozaban de una salud exquisita, la familia bolística era guiada con sabiduría por aquel grupo de incansables trabajadores por los bolos. La División de Honor era la espléndida locomotora que tiraba con fuerza del tren. Fieles al Citius, altius, fortius — Communiter (Más rápido, más alto, más fuerte — Juntos) habían hecho todo lo posible para cumplir las demandas de sus líderes.
En primera se volvía a tirar de 19 metros, como se hizo toda la vida. En un grupo de 14 equipos. Como siempre. Para arreglar el desaguisado y compensar los apoyos recibidos hubo que poner 16 equipos en División de Honor. Había que perjudicar al menor número de apoyantes posible.
Por debajo, a los pocos que quedaron, se les permitía competir para dar sentido a la orgullosa locomotora. Todos juntos en una única categoría y sin molestar mucho. La FCB estaba para controlar, organizar y repartir los recursos entre los que eran el escaparate de los bolos. Y siempre siguiendo el principio de igualdad que prevalecía sobre el citius, altius, fortius.
Ese era el retrato a grandes rasgos de un juego que alguien se empeñó en convertir en deporte. Y siempre siguiendo el ejemplo de otros deportes sin importar que no tuvieran que ver nada con nuestro juego.
Y ahora, una vez consumada la muerte del deporte, algunos, entre llantos y lamentos, empezaban a pensar que igual no era tan buena idea tratar de ganar el campeonato Mundial de Fórmula 1 con un patinete. Por muy hábil que fuera el piloto y por muy bueno que fuera su equipo, quizá había sido una temeridad haberlo intentado.
También comenzaba a asomar en su pensamiento que dedicar tantos recursos a un escaparate que nadie se iba a parar a mirar podría haber sido un error.
Algunos incluso ponían en duda que colaborar apoyando aquella muerte no había merecido aquella cesión, aquel amistoso, aquel campeonato o aquel juego de bolos de estraperlo.
Una sensación de desasosiego y culpabilidad se extendía por el funeral. El silencio apenas era roto por la labor del enterrador que, de manera muy profesional, sellaba el nicho para que los malos olores no enturbiaran el ambiente y para que los organismos encargados de la descomposición del cadáver desarrollaran su labor natural sin que nada les molestara.
Y punto final. La locomotora había tirado con tanta potencia de aquel tren destartalado que había terminado por reventar los pocos vagones que le quedaban. Tantos años de ponerla a punto, de aumentar su potencia, de sacarla brillo y quedó para ser expuesta en un museo. Tanto trabajo y esfuerzo para nada.
Ya no eran necesarias las cesiones de jugadores porque no había peñas en las que jugar. Los amistosos no se celebraban porque no había público en las gradas. Los campeonatos eran un trámite tan costoso que, de los pocos que quedaban, nadie quería aquel marrón. Y los juegos de bolos recibían tan poco castigo que duraban, fácilmente, dos o tres temporadas.
Espero que os haya servido de algo acompañarme en este viaje a ese futuro cada vez más cercano. Seguro que alguno lo habrá visto lejano e improbable, pero puede también que esta caricatura haya sido para otros un reflejo de la realidad que nos espera en poco tiempo.